Escribir sobre este tema es
asunto de justicia para conmigo mismo, y para con muchos que treinta años atrás,
estuvimos por más de siete años construyendo en la ciudad de Cartagena y desde
el recinto de la universidad una causa a punta de verso y narrativa. Era un
hilo de esperanza que fuimos tejiendo sábado a sábado con la dirección desde
muy adentro de su piel del profesor Felipe Santiago Colorado Hurtado. Digo que
es un acto de Justicia porque en medio del peligro que es el silencio largo y los
repentinos gritos de unos recuerdos mal recordados, se olvida la verdadera esencia
de lo que fue y para siempre será esa acción colectiva, sí colectiva, porque
sin demeritar al timonel principal, el taller literario EL CANDIL fue un barco
de muchos timoneles y una tripulación multitudinaria,
actores todos de una travesía cultural
desde la literatura, que anduvo por muchos mares y ancló en muchos puertos. Esa
fue la trascendental virtud de alguien como Felipe Santiago Colorado, quien
como timonel general, no sufrió nunca de egoísmos ni personales ni
institucionales.
El candil en un principio nació
con el objetivo de brindar un espacio de bienestar en la universidad a los
estudiantes de distintas facultades, desde el quehacer de un taller literario,
cumplió este cometido podría decirse que en un periodo relativamente corto, la
sal y la pimienta del taller llegó cuando por visión de su director, pienso que
de espaldas a las políticas de la universidad, asumió la responsabilidad de
ensanchar la participación brindando oportunidad a personas que no tenían hasta
ese momento vínculo alguno con ese recinto académico. Estoy seguro que para
algunos directivos, docentes y estudiantes en algún momento inicial los de
afuera fuimos como una piedra en el zapato, hasta el punto que algunos poco
tiempo después de este giro en la conformación de la planta del taller
prefirieron enrumbar su camino por otra parte, se fueron y creo que no sin
antes expresar su malestar. Otros también estudiantes y profesores supieron
asimilar el cambio y junto con los de afuera lo fortalecimos hasta llegar a ser
lo que fue, para orgullo del recinto académico y sus integrantes, el TALLER DE LITERATURA EL
CANDIL.
El taller se realizaba todos los sábados desde las diez de la mañana en el segundo piso
de la universidad de Cartagena, no era una asistencia constante, sino más bien
cambiante y alentada por el impulso de querer compartir algún nuevo trabajo con
los otros, de escuchar los sabios concejos del profe Colorado, siempre respetuoso
del acto y producto creativo individual, recuerdo su frase cuando el trabajo de
alguien aún no alcanzaba en él un asomo de satisfacción “déjalo en salmuera…mételo
un tiempo en el cajón de tus cosas y verás que cuando vuelvas a sacarlo el
mismo te muestra lo que le sobra o le falta”, para todos esta fue quizás la
herramienta más eficaz que pudo brindarnos. Más allá de las doce del día la sesión
seguía su curso, quienes alcanzábamos el límite de las dos o las tres de la
tarde, acudíamos en lote a la panadería cercana por un pan y una Coca-Cola, ningún
momento había lejos de la poesía, siempre en la conversación saltaba un verso,
o un comentario sobre tal o cual escrito, un recuerdo intacto en mi memoria es
cuando el profe declamaba completo el famoso poema de Ricardo Nieto “Oración de
los caballos viejos “
Por los callejones y las
alquerías
que el sol ilumina con leves
reflejos,
recordando siempre sus mejores
días
pasan renqueando los caballos
viejos,
llenos de amarguras y
melancolías...
Por entre las cercas de palo y
alambre
meten las cabezas, medio
adormecidos,
les siguen de moscas zumbando un
enjambre
y ellos pobrecitos- transidos de
hambre,
se quedan mirando los prados
floridos...
Los prados floridos en donde
nacieron
libres como el viento y como él
veloces;
esos mismos prados en donde
corrieron
lanzando felices relinchos y
coces.
¡Ya sus ilusiones todas se
murieron!
Uno rememora cuando altivo y
fiero
llevaba en sus lomos la alfombra
escarlata
de algún valeroso e hidalgo
guerrero
de casco dorado y espuelas de
plata.
El otro recuerda que sobre sus
ancas
llevó dulcemente, con gran
donosura,
mujeres divinas, esbeltas y
blancas,
de formas talladas como una
escultura.
El otro medita: yo fui en las
carreras
el rey de los vientos, de sedosas
crines,
y vi desplegarse las rojas
banderas
y oí los saludos de roncos
clarines...
Los viejos caballos meditan
ahora
Al pie de las cercas, cerrados
los ojos.
Una flauta rústica a lo lejos
llora:
¡La vida está llena de espinas y
abrojos!
……………………………………………………………
Después de las tres y la panadería,
el sábado se convertía en otra cosa, algo de bohemia, pero en ese momento con el profe quedábamos casi
siempre Luis Mizar, José Bertel, Juan Carlos Guardela, Vicente Vargas,
Margarita Vélez, Joaquín Robles, pocas veces llegaban hasta este límite Armando Alfaro y Adriana Almanza Iglesias, esta última envuelta en sus idas y venidas de Bogotá.
El sábado era un repaso de tiendas tradicionales del centro y San Diego, o
populares como la del Monky en el pie de la popa, el restaurante Luna Plateada en Lo amador
donde el profe degustaba de lengua guisada preparada por el chef Don Jaime, o
la popular tienda del Viejo Peinado en el camino arriba. A estos momentos
distintos se sumaban profesores como Argemiro Menco, Nayib Abdala, Jaime Arturo
Martínez entre otros. Sin embargo donde quiera que se estuviera, la conversación
no perdía su esencia, la poesía.
Para quienes vivimos ese tiempo Juntos,
el trabajo para la revista, los recitales en barrios y pueblos vecinos, los
recitales en universidades y cafés culturales, las visitas ilustres como la de Héctor
Rojas Erazo, German Espinosa, Juan Manuel Roca, X504, Álvaro Mutis, Manuel Mejía
Vallejo, entre otros, no podemos más que dar las gracias por ahora permitirnos recordar esos recuerdos que también nos tocan.
Después de dejar al profe en su
apartamento del Pie de la popa, El sábado terminaba con Luis Mizar y yo
caminando abrazados por las calles de Lo amador a las once de la noche rumbo a
nuestros lugares de residencia, Lucho hacia la calle Piñango donde doña Fanny y
yo hacia la calle Ricaurte de toda mi vida, ambos embriagados más que de ron,
de la poesía.
GREGORIO ALVAREZ ARIZA
Miembro del entonces taller Literario
Candil

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